del otro lado
obras para completar

domingo, 29 de abril de 2012

Los ladridos de Pavlov

Hay un extraño en el patio de mi casa. Camina de un lado hacia otro con una pala en la mano. Al principio solamente merodeaba las paredes con su herramienta al hombro, mientras nos observaba. Estudiaba nuestra conducta, nuestros pequeños gestos cotidianos, como buscando en ellos un asomo de culpabilidad. Algo, no sabemos qué, disparó irreversiblemente su tarea. Los primeros días cavaba de noche, cuando nadie lo veía, recorriendo exactamente el contorno de nuestra casa. Solía despertarme entonces el quejido de la hoja de acero chocando contra los cimientos. Pero de a poco el extraño ganó confianza y ahora lo vemos cavar sin ningún tipo de reparo. Papá se hace el distraído y no quiere saber qué pasa. Nadie habla en casa de este tema. Solamente Pavlov, con sus ladridos, denuncia la situación como anómala.
La tierra extraída en las excavaciones forma un cordón que vuela con el viento, ensuciando de polvillo los muebles que constantemente repasa mamá. Días atrás estuvo lloviendo y papá resbaló en la zanja que el hombre cavó al frente de casa, pude verlo desde la ventana de mi dormitorio. Las mangas de su camisa quedaron totalmente embarradas y la tela de su pantalón se abrió a la altura del muslo derecho. Cuando mamá le preguntó qué le había pasado, papá respondió que se había tropezado en el cordón de la vereda y caído sobre uno de los canteros que dan a la calle. Mamá se asomó por la puerta de ingreso y encontró las huellas del tropiezo exactamente frente al porche de nuestra casa. Miró con indignación al hombre que incansablemente cavaba bajo la lluvia y en un gesto de impotencia cerró de un golpe la puerta.
Hace unas semanas vinieron los abuelos a almorzar, los papás de mamá. En un gesto de ingeniosa improvisación papá extrajo la puerta de mi dormitorio para utilizarla como puente y así los abuelos pudieron ingresar a través de la zanja. Desde entonces mi dormitorio ha perdido privacidad. Ahora Pavlov puede entrar cuantas veces quiera y echarse al lado de mi cama. Desde allí amenaza ladridos con las orejas levantadas, entre ronroneos de bronca, frente al constante e invisible chillido de la pala. Pero lo terrible no es ese sonido nocturno y extraño en el patio, ni tampoco son los agudos ladridos de Pavlov. Lo verdaderamente terrible son las esquivas miradas con que mamá y papá responden sin responder ante mis estériles y desoladas miradas interrogativas.
Algunas veces ya no veo al hombre de la pala y pienso que ha desistido de su empresa. Entonces mi ánimo se enciende radiante como un fósforo en medio de la noche, pero como tal se apaga rápidamente cuando finalmente veo la pala que asoma desde dentro de la zanja escupiendo una bocanada de tierra negra. No sólo me acongoja ahora su continuidad, sino la irremediable profundidad que ha conseguido este señor en su ininterrumpida tarea.
Pavlov atraviesa ahora una evidente crisis. Podemos verlo, incansable, caminar de un lado hacia otro de la casa. Ladra alocadamente desde la ventana de mi dormitorio hacia el exterior, corre a través del living hasta la puerta que comunica la cocina con el patio. Repite el ladrido contra la puerta y otra vez vuelve a mi dormitorio. Hace más de una semana que Pavlov no sale al patio ni a la calle. Parece decidido a quedarse adentro y aunque es difícil conocer sus motivos papá arriesga que algo lo asusta; yo no estoy tan convencido de que sea cobardía lo que contiene a Pavlov.
Producto de las excavaciones incesantes, la pared del dormitorio de papá y mamá se marcó con una grieta oblicua que la recorre desde el techo hasta aproximadamente un metro antes del piso. Para disimularla papá mandó revestir la pared con un papel que, según él adujo, combinaba con las cortinas. El señor de la pala, seguramente en un descuido, rompió un caño del agua. Papá tuvo que cerrar la llave de paso principal para que dejara de perder el caño roto. Para entonces la humedad ya había subido por la pared del comedor levantando toda la pintura y ostentando una enorme mancha amarilla que oportunamente se mandó a cubrir con madera de machimbre. Desde ese día compramos agua mineral para beber.
El problema es el aseo, no podemos bañarnos desde que papá cerró la llave de paso y el olor que tenemos ha comenzado a molestarnos mutuamente después de la segunda semana. Al principio nadie hablaba del tema, pero ahora ya es imposible evadirnos. La camisa de papá emana un olor rancio que se suspende en el aire una interminable porción de tiempo cada vez que nos pasa por al lado. Su pantalón poco a poco ha ido tomando una tonalidad verdosa que, no obstante, no se ve del todo mal. Los cabellos de mamá son un problema, hace unos días la vi desenredárselos con dos agujas de coser y escupirse la mano para terminar de peinar unos pelos que parecían indomables. A mí me pica mucho el cuerpo, aunque debo admitir que los primeros días fueron los peores. Mi propio olor se me volvía insoportable, especialmente cuando corría jugando a la pelota y traspiraba. Hoy no puedo decir que la situación haya mejorado, pero de a poco fui adaptándome y ya no me siento tan molesto. Aproveché este escenario para desarrollar en sorprendente medida la capacidad de distinguir las diferentes partes del cuerpo por su olor. De la misma manera en que un astrónomo intensifica sus observaciones cuando los astros se posicionan favorablemente, así he vivido yo estos últimos días: en pleno proceso de recolección de datos de una situación personal excepcionalmente enriquecedora. En nada se parecen el olor de las axilas al de los pies y estos al del sexo. Para ser más minucioso aún, puedo decir que en una misma porción del cuerpo cada centímetro tiene su propio olor: es claramente discernible el olor del centro al del contorno de las axilas o el de los testículos al de sus alrededores. Un olor más suave y particular, aunque no menos notable, han tomado mis cabellos. Mis manos, convertidas en instrumentos para rascarme con sus largas uñas mugrientas, son el unum perfecto donde conviven en estado puro, todas mezcladas y simultáneamente, las esencias que exhalan mis más recónditos rincones musculares.
Mientras tanto el señor de la pala ha intensificado su zanja en la zona del patio. La montaña de tierra extraída creció hasta bloquear la puerta trasera. Pavlov se encuentra en su peor momento. Ayer, inexplicablemente, intentó morder a papá. Ahora muestra sus colmillos de manera amenazante y nos ladra a todos por igual. Sus ladridos parecen un acto de desahogo, ladridos que nacen de una bronca contenida. Ya no ladra hacia el exterior sino hacia el centro mismo de la casa. Nos ladra de frente, nos gruñe, nos interpela.
La pared de la cocina cedió unos centímetros y desde el techo cayó una enorme masa de revoque sobre la mesada. Papá perdió el trabajo por falta de aseo. Cuando le comunicaron el despido no supo emitir ni una sola palabra. De vuelta en casa pudimos escuchar que decía en voz muy baja -¿Qué quieren que haga?, si no tenemos agua no nos podemos bañar, ¿Qué quieren que haga?- Fue la primera vez que noté su desconcierto, no entendiendo qué había sucedido, no sospechando siquiera que algo había estado sucediendo, no pudiéndose explicar por qué la casa se caía a pedazos ni por qué nosotros estábamos tan sucios. Nos quedamos en el living repitiendo en silencio, cada uno para sí mismo, -¿Qué quieren que haga?- No pudimos mirarnos a la cara. Había algo en esa pregunta que no queríamos preguntarnos. Era una pregunta mecánica, una pregunta consuelo. Buscábamos una oración cuyo punto final fuese un signo interrogativo para poder volver a mirarnos. -¿Qué quieren que haga?- cada uno para sí mismo y en silencio. Pavlov también parece haber adherido al espontáneo pacto de silencio, o tal vez se haya marchado.

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